martes, 20 de septiembre de 2011

Mejor con cerveza

Oda a la cerveza. La cerveza debe ser lo más parecido en la tierra a la ambrosía. ¿Quién no ha tenido nunca un día torcido y ha llamado a un amigo: “quillo, necesito una cerveza”? Las penas, con cerveza y buena compañía, son menos, de hecho son casi insignificantes. Por el contrario, las alegrías con cerveza son más, mucho más ¡anda qué no! La cerveza refresca, anima y hace amigos. Lo que realmente apetece cuando ves jugar a la selección (cualquiera: baloncesto, balonmano, fútbol…) es… ¡una cervecita bien fresca! Ya está, que me emociono.

Ocurre que, hace unos dias, llegando la hora de comer, me disponía a agasajar a mi invitada con unos burritos pa morirse y repetir. La carne no se había terminado de descongelar del todo, pero ese era el menor de mis problemas. Yo estaba firmemente convencida de que en la alacena había especias para condimentar la carne, de esas que hacendado te vende en una bolsita, pero no. Pese a toda mi fe, las únicas especias que había en el piso eran algo de pimienta y orégano. ¿Y ahora como hago la carne? ¡Fácil!

Se pica la cebolla finita. Se fríe un poco en el suficiente aceite (que la cebolla nade, no que esté a la plancha, pero que tampoco se ahogue). Se añade la carne y se fríe junto con la cebolla hasta que esté casi hecha. A continuación, se le añade cerveza hasta cubrir la mitad de la carne. No detenerse antes lo gritos de “¡qué haces, loca!”de tus familiares y amigos. Beber el resto de la cerveza antes de que se le vaya el gas.

Ahora toca dejar que hierva a fuego más o menos lento, depende de las ganas que tengas de estar pendiente de aquello, hasta que la cerveza se evapore y se quede como una salsita. Si no tenéis tiempo y/o paciencia, como yo, podéis acelerar el proceso de espesamiento de la salsa añadiéndole un poco de harina cuando esté casi listo y os canséis de esperar.

Bueno, pues esto fue lo que hice con mi carne picada y quedó buenísima. Hubo a quién le gustó más que con las especias. Triunfante como César, cegada de orgullo y amor propio, se lo cuento a mi madre. Al dia siguiente, estaba yo cocinando unas deliciosas papas con choco cuando mi madre me dice: “recuerda… ¡esto no lleva cerveza!”. A lo que yo respondo: “¡todo es mejor con cerveza!” Madres…

domingo, 18 de septiembre de 2011

Hablando de complejos

El otro día, mientras corría, estuve analizando el caso de una persona que actualmente tiene lo que podríamos denominar como un complejo de superioridad de aúpa. Lo que me llamó la atención fue que, el sujeto en cuestión, antes padecía del síndrome opuesto. Era el típico niño que no destacaba en nada: no era guapo, ni atlético, ni empollón, ni tenía don de gentes. Era simplemente “el amigo de”.

Durante su niñez lo aceptó, vivió con ello. Era consciente de su falta de éxito en esta sociedad elitista en la que vivimos y eso lo deprimía. Y llegó la adolescencia. Con las hormonas a cien por hora decidió que ya estaba bien de que los niños del instituto se metieran con él y le pusieran motes. Se extirpó a su mejor amigo, el único que realmente lo quería tal como era, definió de forma precisa su nueva forma de vestir para destacar entre todos y, de repente, saltó de nada a todo.

Se hizo un escudo de “no soy como los demás”, “nadie me comprende”, “con nadie puedo ser yo mismo”, “la vida no puede ofrecerme nada”. Soltó un “nadie es como yo, yo no era nada y ahora me he elevado al infinito”. Y eso, claramente, es jugar de malas maneras con las matemáticas.

Yo tuve la oportunidad de conocerle un poco: jugué con su videoconsola, acaricié a sus mascotas, compartí su café y sus libros, perdí mí tiempo de sueño y de estudio escuchándole hablar, gasté mi saldo en mensajes y mi saliva en bromas y otras cosas.

La otra noche yo iba por el barrio, del brazo de un buen amigo, cuando nos lo cruzamos. La experiencia me decía que pasara de largo para evitar sus aires de grandeza que tantas veces me habían dolido, pero ¿alguna vez le hice caso? Había sido mi amigo ¡qué coño! Me puse a gritarle para llamar su atención. Estupefacta, vi como pasaba de largo, canturreando algo y con cara de amo del mundo. “¡Pero si estas paseando al perro a las dos de la mañana, pringao!” me dieron ganas de gritarle. Pero estaba tan atónita (y aun tengo algo de educación) que no di pie.

¿Cómo alguien puede pasar de un extremo al otro en tan poco tiempo? ¿Qué se te tiene que pasar por la cabeza para montar en torno a ti toda esa parafernalia? ¿Es que nos hemos vuelto locos?

Esto iba yo masticando entre neuronas. Pensando cómo un “trauma” puede derivar, y de hecho es probable que derive, en otro completamente opuesto. Aquel que no se ha sentido inferior no tiene la necesidad de ser superior, o al menos la necesidad de ostentarlo como un pavo real. Luego me puse a investigar por Internet y resulta que mi idea no era nada nuevo en el mundo de la psicología. Cachis. Un señor llamado Alfred Adler escribió una vez: En realidad, el síndrome de Superioridad es una consecuencia de un previo Complejo de inferioridad mal resuelto. Quien no siente la "inferioridad", no precisa exhibir su "superioridad". Resumiendo así mis quince minutos de carrera continua.